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Biografia de Ignacio Montes de Oca y Obregón

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HistoriaIgnacio Montes de Oca y Obregón (1840-0000) Historia
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Escritor mexicano. Fue capellán del emperador Maximiliano y obispo de varias diócesis. Tenía una sólida formación humanista que se evidencia en sus traducciones de Píndaro, Teócrito, Anacreonte y Apolonio de Rodas. Como poeta, es autor de varios libros de sonetos, entre los que figuran Ocios poéticos (1878) y Nuevo centenar de sonetos (1921). Entre 1883 y 1913 se publicaron sus Obras pastorales y oratoria, donde se recogen sus trabajos en prosa. En Roma, fue miembro de la Academia de los Arcades con el nombre de Ipandro Acaico.

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Orador, poeta, traductor de clásicos griegos, primer helenista de México, miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de varias sociedades científicas y literarias del país, es así como es conocido el poeta Ipandro Acaico que nació en Guanajuato en 1840 y a los 30 años fue nombrado obispo de Tamaulipas en el Palacio Vaticano, y al cabo de cinco años fue trasladado a San Luis Potosí.
Ignacio Montes de Oca, su verdadero nombre, fue el hacedor del Palacio Episcopal partió a Roma en el año de 1914, en una nueva misión de su iglesia, sin saber que era la última vez que la vería. Rafael Montejano hace la crónica: "se desbordó aquí la Revolución y allá el fragor de la guerra sacude a toda Europa; vivió siete años melancólicos extrañando a sus feligreses; presintiendo su fin, el 30 de julio de 1921 emprendió su regreso hacia la Patria, ya muy enfermo llegó a Nueva York y allí murió".
Vicente Riva Palacio escribe sobre Ipandro Acaico, como alguien distinguido en el mundo de la literatura, no sólo por sus poemas originales, sino por sus hermosas traducciones de los bucólicos griegos.
En el libro Los ceros, publicado en 1882 y reeditado en 1996 por la Dirección General de Publicaciones de Conaculta, Riva Palacio retrata al poeta que siente la necesidad de cantarle al amor. "Menos despreocupado que el padre fray Manuel de Navarrete, desahoga su inspiración; puede compararse a Miguel II, que arrancado de la prisión en que le tenían sus enemigos, y revestido con el manto imperial, antes de poder limar los grillos que lo sujetaban, gobernó muchas horas aherrojado, cubriendo con la púrpura los eslabones de sus cadenas".

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José María Ignacio Montes de Oca y Obregón, nació en Guanajuato (México) el 26 de Junio de 1840. ( Cáncer. Agua )


1840-1865 Estudios en un colegio de Inglaterra de las lenguas clásicas y traduce a autores latinos y griegos. En 1862 es Graduado en Teología en Roma y ordenado sacerdote por el Cardenal Constantino Partrizzi, Vicario General de Roma, el 28 de Febrero de 1863, a la edad de 22 años. La ceremonia tuvo lugar en la Basílica romana de San Juan de Letrán. De regreso a su patria, en 1863 es nombrado capellán de honor del emperador Maximiliano de México.




1865 Roma de nuevo. Su Santidad el papa Pio IX le nombra capellán de las Tropas Pontificias y su camarero secreto en el Vaticano. En 1868 publicó su traducción de los Idilios de Bion de Esmirna

1871 Los estados Vaticanos quedan reducidos a la Basilica de San Pedro, tal y como los conocemos hoy.

El 12 de Marzo de 1871, festividad de S. Gregorio Magno, es consagrado Obispo por el Papa Pío IX, a la edad de 31 años. Primer obispo de la Diocésis de Tamaulipas, México, creada para él. Desde su sede en Ciudad Victoria, la rige durante seis años.

En 1877 la Academia de México se hizo cargo de la edición de su traducción de los Poetas bucólicos griegos con notas explicativas, críticas y filosóficas
1878-1908 Oración fúnebre pronunciada en las honras fúnebres de Juan Ruiz de Alaracón y demás ingénios mejicanos y españoles(Mëx,1878)

En 1878 muere Pio IX. Le sucede León XI

1879 Obispo de Linares, el Noveno, durante seis años.

Píndaro. Odas traducidas en verso castellano(Méx,1882)

En 1883 inicia Odas pastoralesy oratoriasque concluirá en el año 1908
1884 Nombrado Obispo de San Luis de Potosí, el Cuarto, cuya diócesis regirá hasta el final de sus días en 1921.


Recuerdos y Meditaciones de un Peregrino en el castillo de Miramar. Ocios poéticos de Ipandro Acaico(seudónimo)(Madrid.1896) Odas pastorales y oratorias( 7 ts., México,1883-1908)
Son notables también su "Panegírico de San Vicente Paul".
"Elogio fúnebre de Dª Franciasca de Paula Pérez Gálvez" y una "Oratoria
fúnebre en honor de Cervantes que le fue encargada por la Real Academia
Española y que pronunció en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid en 1905.

1908 El Arzobispo de San Luis de Potosí consagró el Templo del Inmaculado Corazón de María, erigido en Madrid por los apostólicos hijos del Venerable P. Claret. Invita al Padre Miguélez como lector de su diócesis pra impartir unas conferencias sobre la Historia de la Iglesia Española y sus relaciones con la de México.


1914-1921 Durante la revolución (1910-1917) su palacio episcopal fue saqueado. Salió de México el 26 de Junio de 1914 y hubo de refugiarse en Roma (1914-1917), período de la primera guerra mundial, después en Madrid (1917-1921). Por su labor apostólica se le nombró Arzobispo de Cesárea del Ponto el 16 de Dic. de 1920. Cuando al fin resolvió volver a México, le sorprendió la muerte en el camino. Sus restos fueron trasladados de Nueva York a San Luis Potosí, en cuya catedral reposan. Estuvo acompañado en su lecho de muerte de la casa rectoral de la catedral de San Patricio de Nueva York por sus amigos D. Pedro Moctezuma, el joven marqués Enrique de la Cuadra, el padre Nicola, otro sacerdote inglés y las monjas enfermeras.

1921 El Arzobispo de San Luis de Potosí, Dr. D. Ignacio Montes de Oca embarcó para México en Cádiz el 30 de julio de 1921, trás haber celebrado en el templo del Sagadao Corazón de Madrid sus Bodas de Oro como prelado . Durante la travesía el Sr. Arzobispo enfermó del corazón dejando dicho a sus acompañantes que si moría en el barco arrojaran su cadaver al mar. Moriría en Nueva York, pocos días después, el 18 de Agosto, a la edad de 81 años, dejando tras suyo "SonetosPóstumos", escritos en altamar, como estela de esa nave que surca el Piélago hacia su último destino.

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BODAS DE ORO DE UN INSIGNE PRELADO

Aunque nuestros lectores tengan noticia de ese fausto aconteci¬miento, pocas veces visto en los anales de la Historia de la Iglesia, deseamos honrar estas columnas con las galeradas que, a instancias de uno de nuestros redactores se dignó entregar el octogenario Pre¬lado para La Ciudad de Dios, de la que ha sido subscriptor asiduo desde sus comienzos. Más de una vez hemos tenido ocasión de pon¬derar los méritos de ese patriarca de las letras clásicas. Hoy es para nosotros un grato deber y un motivo especial de júbilo el asociar¬nos de todo corazón a sus místicas alegrías, después de las hondas amarguras que ha soportado con cristiana fortaleza.
Cincuenta años hace que el inmortal Pontífice de la Inmaculada y del Concilio Vaticano consagró por sí mismo al Sr. Montes de Oca primer Obispo de Tamaulipas, diócesis erigida para él en las insalubres costas del golfo de Méjico. Poco más de treinta años contaba entonces el nuevo Prelado. Era Doctor en ambos derechos. Hablaba con perfección seis idiomas, y escribía en ellas con la mis¬ma facilidad que en su lengua natal, el castellano. Su cultura era in¬mensa. Su elocuencia nativa. Descendiente de una ilustre y opulen¬ta familia española, muy arraigada de antiguo en Méjico, se hallaba en Roma ampliando sus conocimientos científicos y literarios y sirvien¬do de Capellán a las tropas pontificias, cuando el desastre de la Puerta Pía y el derrumbamiento del poder temporal de la Iglesia. Y fue entonces, precisamente, cuando el nunca bien alabado Pío IX le nombró Obispo . . . poco menos que in partibus in.fidelium.
Renunciar a sus estudios favoritos, a los halagos y comodidades de la vida social romana, y a cuanto podía seducirle por su posi¬ción en un brillante aunque humano porvenir, para ejercer más que de Obispo de misionero en una diócesis nueva pobrísima e insa¬lubre, minada por la impiedad y las guerras civiles, con otras muchas circunstancias agravantes, suponía un sacrificio heroico, muy pa¬recido al de aquellos intrépidos apóstoles españoles que evangeliza¬ron las inmensas regiones de! Aitahuac y todo el hemisferio del nuevo mundo. Pero esto fue lo que más halagó al Sr. Montes de Oca para aceptar una cruz que iba a pesar, más que brillar, so¬bre su pecho. Sabía de antemano el camino de espinas que iba a recorrer. Tuvo que entrar en su diócesis de una manera furtiva, sin las pompas y aparatos de las recepciones rituales. Y en la primera Pastoral que a los fieles dirigió el 20 de Enero de 1871, se lee este párrafo digno de un verdadero apóstol:
«Cuando menos debíamos esperarlo por nuestra corta edad y ningunos méritos, el Vicario de Cristo quiso ensalzarnos al Episco¬pado, y encomendarnos en estos tiempos tan difíciles la creación de una diócesis. Aunque nunca habíamos penetrado en esta parte de nuestra patria, bien sabíamos cuán pesada era la carga que se iba a imponer sobre nuestros hombros. . . Nada ignorábamos, todo lo preveíamos; pero os confesamos sin rubor que ni un momento soña¬mos en librarnos de la carga con que el Vicario de Cristo espontáneamente había pensado oprimirnos más bien que honrarnos. An¬tes bien, os declaramos con sinceridad que, si otra mitra más pre¬ciosa se nos hubiera destinado, si se nos hubiera ofrecido otro Obispado en que abundaran los honores, no faltaran bienes temporales, y el trabajo fuera más ligero, sin duda alguna habríamos suplicado al Supremo Pontífice se dignase ceñir otra frente ya arrugada por los años con esa mitra poco a propósito para la nuestra. Pero las fatigas apostólicas, las peregrinaciones, los peligros preparados al primer Obispado de Tamaulipas, presentaron tan dulce atractivo a nuestra imaginación, que suspirábamos por que nos calentara vuestro radiante sol, y más de una vez nos soñamos evangelizando en las ori¬llas de vuestros pintorescos ríos, o ungiéndoos con el crisma de salvación bajo los frondosos árboles de vuestras escarpadas sierras»
Y así lo cumplió con creces durante nueve años, hasta que por motivos de salud fue trasladado a la diócesis de Linares y más tar¬de a la de S. Luis Potosí, quizá la más floreciente y próspera en piedad e ilustración de toda la República mejicana. Y allí ha lleva¬do a cabo grandes obras que no son para contadas en este lugar. Y de allí le lanzó la última revolución que tanto parecido tuvo con la invasión de los vándalos en Hipona, a que hace referencia en la siguiente conmovedora Homilía. Y allá se dispone a volver en fecha próxima para sellar, si es preciso, con un martirio incruento y silen¬cioso cincuenta años de heroicas tareas apostólicas, tan solo ameni¬zadas con sus excursiones a esta su patria intelectual, tan indispensables para la salud del cuerpo y del espíritu, donde cobraba alientos y requería operarios para nuevas luchas y empresas en defensa de la Iglesia.
Regrese en paz a su amada diócesis, donde con ansia se le espera, el insigne Prelado y bondadoso amigo. Tendrá que edificar sobre ruinas, materiales y espirituales. Y despojado de todo hasta de su espléndida morada, siendo como extraño y peregrino entre muchos de los suyos, con frecuencia se verá precisado a repetir la frase de Boecio y Dante: «no hay mayor dolor que acordarse de la abundancia en tiempo de la escasez.» Pero también con el Dominus dedit, Dominus abstulit, del Patriarca de Idumea, alzará más ligero el vuelo para la celebración de las verdaderas bodas de oro en la celestial Jerusalén.
Vean ahora nuestros lectores la histórica Homilía que, después de la .Misa pontifical, pronunció el mismo Prelado con energías impropias de sus años, con acento conmovido y conmovedor, ante la selectísima concurrencia de sus amigos y admiradores convocados en el templo del Inmaculado Corazón de María, erigido en Madrid por los apostólicos hijos del Venerable P. Claret.

H 0 MIL Í A Del Excmo. Señor D. Ignacio Montes de Oca, Arzobispo Obispo de S. Luis Potosí,
en sus bodas de oro.

Asomaba la primavera de 1871. Hacía pocos meses que Roma había sucumbido ante la Revolución, materialmente triunfante; el Va¬ticano se había trocado en prisión para el Supremo Jerarca; la vida de la Iglesia parecía momentáneamente suspensa, y el santo Pontífice Pío IX dormía en apariencia, como Jesús en el lago de Tiberíades. Pero su corazón velaba, como el de su divino Maestro; y no querien¬do dejar de proveer de pastores las iglesias de la Cristiandad, como en circunstancias análogas sus predecesores Pío VI y Pío VII, con¬gregó el Sacro Colegio de Cardenales el día 6 de marzo en Asam¬blea Consistorial. En ella, entre otros, preconizó primer Obispo de Tamaulipas a un joven prelado de su Corte, enviándolo a fundar una nueva diócesis en las insalubres costas del golfo de Méjico. Al imponerle el roquete, símbolo de su jurisdición, "Ve —le dijo con esa voz sonora que vibra perpetuamente en los oídos que una vez le escuchaban —, ve a regar la tierra de Moctezuma con tus su¬dores pastorales". Y luego añadió en tono familiar y más bajo: "E próximo domingo te consagraré Yo mismo en mi oratorio particu¬lar." Se estremeció de júbilo el agraciado en las gradas del trono del generoso Pontífice, y le juró eterna gratitud.
Este Prelado que en la flor de los años se aprestaba a trocar las delicias de Roma cristiana y la sombra del inmortal Pontífice por las abrasadas playas del Norte de Méjico, es el que hoy se presenta delante de vosotros, agoviado por cincuenta años de trabajos epis¬copales, de contrariedades y luchas, de triunfos efímeros y de irre¬parables desastres.
El recibir la consagración episcopal de las manos del mismo Vica¬rio de Jesucristo, es siempre un acontecimiento tan raro como faus¬to, tan singular como inolvidable. Pero en las circunstancias excepcionales en que se hallaban, a la vez, el excelso Consagrante y el humilde consagrado, la magnitud de la gracia excedía toda pon¬deración, listo me ha dado aliento para rogaros que me ayudéis a honrarla memoria de mi sublime Bienhechor. Aunque tuviera, no una sino cien lenguas (diré, si me es lícito imitar a un poeta pro¬fano); aunque vibrase mi voz como la del trueno, y mi corazón fue¬ra de adamante, no bastarían para pregonar las glorias del gran Pontífice y expresarle mi reconocimiento.
Favor todavía más insigne es el que ha hecho el Príncipe de los Pastores a su indigno siervo, conservándole la vida en medio de tantas vicisitudes. Grande sería si ésta se hubiera deslizado, a guisa de límpido arroyuelo o caudaloso río, brillante y tranquila en medio de victorias y honores. Pero el haber sostenido fuerzas de alma y de cuerpo, cuando el curso de sus días ya se despeñaba como las aguas de un torrente, ya se sumergía bajo la arena de su cauce, ocultándose en la obscuridad, para reaparecer sin menoscabo ni de¬trimento, es una merced tan especial, que no resulta jactancia ni va¬nagloria al pregonarla en este faustísimo aniversario.
He aquí por qué no he querido ceder la palabra a ninguno, aunque ya mi voz no resuena como antes y mis ojos han perdido su brillo. Casi he llegado a la edad en que San Juan Evangelista no predicaba más que estas palabras: "Hermanos, amaos los unos a los otros." Frates, diligite alterutrum. Poco menos breve será mi ho¬milía, si homilía puede llamarse la narración de sucesos edificantes, sí, pero al fin personales, y el estallido de un corazón que, rebosando de gratitud y amor, rompe, como el de San Felipe Neri, las rejas de su corpórea cárcel porque ya no cabe dentro del pecho.
I

Lució la aurora del [2 de marzo, en que la Iglesia universal cele¬bra la fiesta de San Gregorio Magno, y que desde entonces ha sido para el que habla la festividad de Pió IX. ¡Qué contrastes ofreció esa mañana el Vaticano! No cesaba de ser regio alcázar, y, sin embargo, era una prisión, y se asemejaba a una fortaleza acabada de con¬quistar al enemigo. Los guardianes pontificios empuñaban sus ar¬mas; pero su uniforme era de campaña, y más parecían prisioneros de guerra que escolta de honor. Los brillantes salones del Palacio Apostólico conservaban su esplendor y riqueza; pero sus entrecerra¬das puertas, escasa luz y disminuida servidumbre les imprimía cier¬to carácter de catacumbas, y la ceremonia que empezaba traía a la memoria las ordenaciones misteriosas que, en los primeros siglos de la iglesia, hacían los Sumos Pontífices en los cementerios y oratorios subterráneos.
Grabada, sin borrarse en media centuria, ha quedado en mi al¬ma la venerable figura de! santo Pío IX, al recibir mi profesión de fe y sagradas promesas. Paréceme sentir en mis manos y cabeza el sua¬ve contacto de sus augustos dedos, al ungirme con el óleo sacrosan¬to. Cada vez que celebro el incruento sacrificio, me imagino estar junto al brillante altar en que ambos ofrecimos juntos la misma Víc¬tima, consagrando unísonos el mismo Pan y el Vino, y dividiendo entre los dos los fragmentos de la Hostia y el precioso contenido del místico cáliz, Pronuncié tres veces, según el rito, el augurio: Ad multos annos. ¡Lejos estaba entonces de creer que iba a repercu¬tir en la frente del anciano Pontífice y a caer de rechazo sobre la mía, convirtiéndose en las palabras del salmista: Longitudine dierum replebo eum. Larga cadena de azarosos días me ha concedido, en verdad, la misericordia del Señor. Siete años apenas después del fa¬usto acontecimiento, imploraba yo eterno descanso para mi bien¬aventurado Consagrante, y ponía sobre el catafalco la mitra y el bá¬culo que me había entregado, apostrofándolos de esta manera:
Oh dulces exuviae (diré, sino es profanación evocar un recuerdo pagano): oh dulces exuviae, dum fata deusque sinebant «¡Oh mitra, oh báculo sagrado, prendas dulcísimas, al par que recuerdos impe¬recederos del Pontífice que me ungió! Mientras él vivió; vuestro pe¬so me pareció llevadero. Mientras él vivió, él me animó con la pala¬bra y con el ejemplo a portaros constante y sin desmayar. Cuando quería trocar la mitra por la cogulla, él me mostraba su tiara de abrojos. Cuando me asaltaban tentaciones de hacer pedazos mi ca¬yado, él me señalaba de lejos el rebaño de la Iglesia universal a su ancianidad cometido. ¡Oh prendas en un tiempo dulces y queridas: dulces exuviae! ¿Tendré yo valor para seguiros soportando?.»
¡Lo tuve! Me lo dieron el auxilio divino y la intercesión y re¬cuerdo de mi bienaventurado Consagrante. Trabajé ocho largos años, hasta que el gran Sucesor de Pío IX consideró terminada mi misión en esa porción de la Viña, y ya puede decir, con el héroe de Virgi¬lio, al que León XI mandó a sucederme: Fortunati, quorum iam moenia surgunt. «Eres feliz, porque has encontrado no sólo zanja¬dos los cimientos, sino edificada una nave de la Catedral, lleno de alumnos al Seminario, organizada definitivamente la diócesis que yo vine a fundar.»
Parecía, en efecto, terminada mi misión en ese Obispado; pero no entraba en los designjos de la Providencia. Me llevó la obedien¬cia al de Linares. Fue ésta una vastísima diócesis que, a fines del siglo XVI se extendía casi hasta las orillas del Mississipí y del Missouri. Después de la anexión de una parte de la que fue Nueva España a los Estados Unidos, se ha dividido y subdividido, salien¬do de su territorio cuatro diócesis en la gran República del Norte y dos en la mejicana, sin contar la que retuvo su antiguo nombre. Era una de ellas la que yo acababa de dejar, y todavía constaba la madre de dos listados o provincias civiles.
Mi vida en adelante ya no fue la del misionero que siembra, sino la del labrador que encuentra los árboles plantados y crecidos, y de que espera ver pronto los frutos. ¡Ay! Yo no los recogí. Me aguardaban allí grandes luchas, las últimas en Méjico por la libertad de la iglesia. Me favoreció el Señor con espléndida victoria, de gran trascendencia para toda la iglesia mejicana. Pero dos años de lucha y de angustias acabaron con una salud antes de hierro, y el Sumo Pontífice León XI me mandó a recobrarla bajo el cielo benigno de San Luis de Potosí, diócesis de mas reciente creación, pero de mayores elementos que las dos que había gobernado hasta entonces. El Señor me permitió aprovecharlos de tal suerte, que pronto me pude gloriar de poseer el Obispado más floreciente de toda la Re¬pública. De ello dio solemne testimonio Su Santidad el Papa Pío X algunos años más tarde, cuando me encomendó la administración de mi primer Obispado, a la sazón vacante y en grandes aprietos, sin dejar el gobierno de mi diócesis de San Luis. Permitidme que os cite algunas palabras del augusto documento pontificio en que se dignó echar sobre mis hombros la doble, pero honrosa carga:
«Como se halla privada de su Pastor la Iglesia episcopal de Tamaulipas . . . hemos resuelto encomendarla a ti, venerable hermano que fuiste en otro tiempo su obispo, y hoy día con grande acierto gobiernas la muy floreciente diócesis de San Luis de Potosí; y, por tanto, pareces ser el más a propósito para ir a socorrer aquella sede en sus actuales dificultades, la administración de la misma . . . sin perjuicio de la administración y gobierno de la iglesia de San Luis de Potosí, de la cual eres Prelado ordinario. Fundadamente confia¬mos, venerable hermano, que con tu bien probada piedad, pruden¬cia, saber, tino y amor a la Religión, desempeñarás la administra¬ción de la referida iglesia, de tal suerte que el honorífico cargo de gobernarla que se te confía, contribuya a su prosperidad y se vea coronado del éxito más feliz.»
La Divina Providencia me lo concedió. Le abrí de par en par mis arcas y mi Seminario; regué con mis propios sudores y los de una parte de mi clero aquel primer campo de mis fatigas pastorales; saqué a flote la combatida nave de su gobierno; y cuando, al fin, la vi surcando las olas con su propio velamen, hinchado por próspe¬ro viento, me volví a encerrar en los confines de mi diócesis de San Luis.
Eran ya los últimos meses de 1913, y el Señor me había prote¬gido de tal suerte, a pesar de rudos combates y dificultades, que al fin del año pude darle las gracias porque se había dignado lla¬marme al Episcopado en una época de restauración, y no había yo perdido ni una piedra de las iglesias que encontré, ni de los edifi¬cios que yo mismo construí, ni un óbolo de los tesoros espirituales o temporales a mi pequeñez encomendados. ¡Ay! No tardaron en venir los desengaños.

I I

Empezaba la segunda mitad del año de .1914. Tocaba a los pre¬lados del hemisferio occidental la visita ad Limina Apostolorum y el de San Luis, que en su largo episcopado jamás había faltado a este, deber, no podía ahora omitirlo, tanto más cuanto que la revo¬lución, que ya había invadido una parte del territorio mejicano, aún no había llegado a su ciudad episcopal.
Atravesé, por tanto, el Océano para cumplir con un juramento varias veces repetido, dejando mi diócesis, aunque amenazada, to¬davía próspera y floreciente. Surcaba apenas los mares cuando es¬talló la guerra europea; sucumbió mi ciudad episcopal, y al postrarme a los pies del Sumo Pontífice, triste fue la cuenta que rendí de la grey a mí encomendada.
«Hace pocas semanas—le dije—brillaba mi Catedral por su esplendor y su culto. Mi Seminario era una verdadera Universidad por la magnificencia de su edificio, recién ampliado, y el cuadro tan completo de sus profesores. La beneficencia diocesana se glo¬riaba de sus hospitales y asilos; la instrucción pública florecía en todas partes; el clero se mostraba a la altura de su misión. No pa¬saba día sin que lo ilustraran nuevas obras de caridad. Todo se acabó en un instante. Las cartas que de mi clero, expatriado en masa, y mis venerables colegas escriben desde el destierro, respiran más tristeza que los trenos en que el profeta Jeremías lamentaba la ruina de Jerusalém. Se escuchan desde lejos los balidos de las ove¬jas; pero a los Pastores se han cerrado las puertas del redil. ¡Quiera el Cielo que en la próxima visita a los venerados sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo, pueda rendir a Vuestra Santidad cuenta más halagüeña de mi pobre rebaño!»
Llegó la nueva visita, que las circunstancias me hicieron juntar con la primera, y no pude rendir cuentas mejores. Franca estaba la entrada, y por las recién abiertas rendijas me aprestaba a incorpo¬rarme a mi grey. Pero todavía un velo de desolación cubría los tem¬plos del Señor. A las otras iglesias que yo había gobernado afligían mayores desastres que a la que seguía encomendada a mi cuidado, y hasta los elementos y la muerte habían contribuido a su ruina, ya derribando edificios, ya segando, como también en mi derredor con su implacable guadaña, a no pocos ministros del Señor.
Conocida es la historia de los últimos momentos del grande Agustín. Cuando las numerosas huestes que Genserico sacó de España habían conquistado casi por completo el África septentrio¬nal, tres ciudades aún resistían, aunque estrechamente sitiadas. Una de ellas era la de Hipona, sede gloriosa del insigne Obispo y Doctor.
¿Quién no conoce la ferviente oración del esclarecido Pontífice? »No permitas ¡oh Señor! que mis ojos vean la destrucción de mi ciudad y de mi iglesia. Si en tus inescrutables decretos has resuelto castigar a mi pueblo, que no presencie yo su castigo ni vea a mis hijos cautivos o muertos, mis templos arrasados, mis santuarios re¬ducidos a escombros. Antes permite a mi cansado cuerpo reposar en paz, y lleva mi ánima penitente a tus plantas.»
Sus monjes escucharon la ferviente oración, y vieron a su Padre y Prelado caer en su lecho abrasado por fiebre voraz. Comprendie¬ron que el Señor había escuchado su ardiente súplica y aceptado su sacrificio; pero ni miraron las visiones con que consoló a su sier¬vo, ni oyeron las palabras que desgarraron ante sus adormecidos ojos el velo de lo porvenir. De seguro que le mostró a los vence¬dores entrando a. saco y destruyendo su obra de casi medio siglo De seguro que se estremeció el Santo Doctor al saber que el fiel discípulo que había escogido para coadjutor y sucesor suyo se quedaría sin una oveja que apacentar; que sólo las arenas del desier¬to permanecerían como mudos testigos de pasadas glorias, donde antes se apiñaban multitudes a escuchar sus doctas enseñanzas; que por siglos y siglos no se vería una Cruz donde antes habían brillado cien y cien cúpulas por él erigidas; que en vano había escrito tantos y tantos volúmenes, porque no habría en adelante en la desolada Iglesia de África quien los pudiera leer o entender.
Grandes también fueron, de seguro, los consuelos y halagadoras visiones. Pero se referían a lejanos países y a edades futuras, y poco amortiguaban el golpe del eminente desastre. Así es que el mori¬bundo Pontífice reiteró su plegaria, y el Señor segunda vez ratificó la aceptación de su sacrificio. Cuando los vencedores incendiaron la ciudad, ya no hallaron ni el cadáver del Santo Obispo ni los in¬contables volúmenes por él escritos. Fue lo único que respetaron las llamas, y que la Providencia ocultó a los ojos de los conquista¬dores.
La plegaria que en los labios de San Agustín han admirado los siglos, ¿se verá con malos ojos proferida por quien no tiene ni la san¬tidad ni el ingenio del sapientísimo Doctor, pero si más años que los que él vivió sobre la tierra y un corazón igualmente sensible?
Ya la proferí casi a mi pesar, y el Señor pareció escucharla, y me hirió de muerte; pero también me sacó del sepulcro, según lo escrito en el libro I de los .Reyes: Adduxit ad inferos et reduxit. Y al verme, como Lázaro, fuera, sí, de la tumba, pero atado aún de pies y manos, comprendí que aún no ha terminado mi misión sobre la tierra; y, aunque conociendo mi propia inutilidad, no pude me¬nos que exclamar con San Martín de Tours: Si adhuc populo tuo sum necessarius, non recuso laborem.
Yo lo repito delante de vosotros, venerables padres y devotos fieles. Os he invitado a dar gracias al Todopoderoso por el largo episcopado que se ha dignado concederme; os pongo igualmente por testigos de mis santos propósitos. Rogad al Cielo que pueda cumplirlos.
Las bendiciones de mi augusto Consagrante me han dado fuer¬zas para soportar las contrariedades y reveses que han amargado mi vida pastoral. El recuerdo del día faustísimo en que consagró mi juvenil cabeza, me ha confortado siempre y trocado mis sinsabores en dulce resignación y contento. Ayudadme a honrar su memoria. No necesita, por cierto, de nuestras oraciones en el alto trono de gloria que, de seguro, ocupa en el Cielo. Pero a nosotros toca pre¬gonar sus alabanzas; a mí, sobre todo, que tantos favores de su in¬comparable bondad recibí.
A su augusto nombre está desde hoy unido en mi corazón el del reinante Pontífice Benedicto XV, que se dignó sostenerme en mis últimos infortunios, honrar mis canas y aprobar mis tareas epis¬copales, añadiendo un nuevo título a mi insignificante personalidad.
A mis lejanas ovejas envío mi paternal saludo desde este tem¬plo, que tuve el alto honor de consagrar hace trece años y que, por tanto, considero hermano de mi Catedral. Cuando en ella celebre, mas tarde, este glorioso jubileo, enviaré desde allí afectuosos saludos a vosotros todos y a la madre España, en. cuyo seno he llegado a olvidar mis desastres, que sólo me obligan a dejar mis altos debe¬res, y de cuyo regazo tan sólo el honor me arrebata.
Antes de terminar, os anuncio que la bendición de Su Santidad va a coronar esta solemnidad.
A continuación se leyó desde el púlpito la siguiente Carta del Sumo Pontífice reinante Benedicto XV:

Al venerable hermano José María Ignacio, Arzobispo de San Luis de Potosí, asistente al solio
Pontificio.
Venerable hermano: Salud y bendición apostólica.
Muy rendidas gracias Nos damos contigo a nuestro Dios Salva¬rlor, al cumplirse el quincuagésimo año de tu Consagración episcopal; porque, considerando el curso tan largo de tu ministerio, encontra¬mos no una sino muchas causas de poderte felicitar cordialmente. Puesto que, brillando por las egregias virtudes del alma y juntamente por el cultivo de las letras, siempre has procurado cumplir los de¬beres del Buen Pastor, no sólo y principalmente al entregarte a la salvación de los prójimos, sino también al defender enérgicamente, de palabra y por escrito, en circunstancias bien azarosas, los principios de la sabiduría cristiana, sin contar los muchos monumentos de tu reconocida munificencia y de tu activa caridad.
Por todo lo cual, Nos, al elogiar tan relevantes méritos, cuyos mayores premios has de esperar de Dios, de buena gana aprovecha¬mos la ocasión de manifestarte con afecto, y del modo que nuestros predecesores de feliz recordación, León XIy Pío X, Nuestra bene¬volencia hacia ti, igual al preclaro concepto que de ti tenemos. Y ar¬dientemente suplicamos a la Divina Bondad que te conceda muchos años de vida, llenos, asimismo, de merecimientos semejantes.
Y a fin de acrecentar la alegría y el fruto de tan fausto acontecimiento, te concedemos la facultad de bendecir una vez, cuando te pa¬rezca, en Nuestro nombre, a todos los presentes, anunciándoles la in¬dulgencia plenaria de los pecados, que se ganará con las condiciones de costumbre, Y como augurio de los dones celestiales y testimonio de Nuestra especial voluntad, damos con toda el alma a ti y a todos los tuyos la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 del mes de febrero de 1921, año séptimo de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO PAPA XV.

El mismo día 12 de Marzo acabó de imprimirse en edición pri¬morosísima otro libro del Sr. Montes de Oca, titulado: Ipandro Acaico.Nuestro centenar de Sonetos.
De este último canto del cisne entresacamos el siguiente soneto que ocupa la página 141:

Triste, mendigo, ciego cual Homero,
A su montaña Ipandro se retira,
Sin más riquezas que su vieja lira,
Ni báculo mejor que el de romero.
Los altos juicios del Señor venero,
Y al que me despojó vuelvo sin ira,
De mi mantel pidiéndole una tira,
Y un grano del que ha sido mi granero.
¿A qué mirar con fútiles enojos
A quien no puede hacer ni bien ni daño,
Sentado entre sus áridos rastrojos,
Y sólo quiere, en su octogésimo año,
Antes que acaben de cegar sus ojos,
Morir apacentando su rebaño?

Artículo de Padre Miguélez publicado el la revista agustiniana La Ciudad de Dios, vol.124, pp.424-436, (1921)


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